El Maestro se acercó, durante la mañana, al pequeño poblado para hacer la compra de sus austeras provisiones. En una de las polvorientas calles, se encontró con un cortejo fúnebre. Un grupo de familiares y amigos acompañaban los restos mortales de un varón, al lugar donde serían sepultados. Una mujer, esposa del difunto que había visitado al Maestro en su cabaña, lo reconoció.
- Maestro, ¿Qué sentido tiene la vida, si al final todo se pierde con la
muerte?
El maestro apoyó paternalmente su
brazo sobre los hombros de la dolorida mujer, y la invitó a seguir al cortejo,
al cual él también se unió. Así llegaron al cementerio, sin que el Maestro
pronunciara una palabra. Es que en su sabiduría había descubierto que, en los
momentos más intensos de la vida, muchas veces las palabras sobran.
Cuando los encargados de la dura
tarea arrojaron sobre el ataúd sepultado las últimas paladas de tierra, la
mujer, en medio del llanto, volvió a interpelar al Maestro.
- Maestro, ¿qué sentido tiene esta vida?
Sin quitar su brazo de los hombros
de la viuda, el Maestro respondió:
- La vida tiene el sentido que tú le das. Y el sentido que le das a tu vida,
incluye el que le das a tu muerte. Tú debes decidir para qué morirás, si quieres
saber para qué vives.
- Pero, Maestro – suspiró la mujer – ¿y si todo se acaba con la muerte?
- Si fuera así, tu esposo no se enteraría para sufrirlo, y tampoco lo padecerás
tú cuando mueras. Pero si no todo se acaba, sino que todo recomienza en la plenitud
de la felicidad, ¿por qué no eliges vivir en la alegría esperanzada?
Con un dejo de acentuado dolor y de
no disimulada irritación, le replicó la mujer:
- ¿Pero quién me asegura que todo ha de seguir mejor, después de la muerte?
- LA MISMA AUTORIDAD QUE TE ASEGURA, QUE TODO TERMINA CON LA MUERTE. ¿ME
COMPRENDES? ¡ESA AUTORIDAD ERES TÚ
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