PODEMOS AFIRMAR SIN LUGAR A
DUDAS QUE LA RAÍZ DE TODO EL DOLOR EMOCIONAL QUE VIVIMOS, NO ES OTRA COSA QUE
EL SÍNTOMA DE UNA PÉRDIDA MÁS O MENOS ENCUBIERTA. Y EN EL CASO DE NUESTRAS
ALEGRÍAS BÁSICAS, TAMBIÉN SUBYACE UN SENTIMIENTO DE GANANCIA IMPLÍCITA.
BIEN SABEMOS QUE LA VIDA ES
UNA CARRERA DE GANANCIAS Y PÉRDIDAS DE LAS QUE NADIE SE LIBERA. LAS PRIMERAS
NOS EXPANDEN Y CONFORTAN, Y SIN EMBARGO LAS OTRAS NOS CONTRAEN Y ENTRISTECEN.
Sería bueno que nos
preguntásemos, ¿no es la pérdida el común denominador que subyace tras la
enfermedad, la muerte, la traición, la desposesión, el rechazo, el fracaso y
tantas otras vivencias humanas que contraen nuestro diafragma?
Al parecer, la inteligencia
de vida nos ha diseñado con un potente sistema de alarma para que el agua de la
vasija no se derrame por una grieta desconocida. Se trata de una alarma de
supervivencia que incluso funciona cuando tal dolor lo padece el otro, y éste
nos alcanza por pura compasión y empatía. Alguien dijo que quienes crean que la
vida es un río con una sola orilla, es decir con la orilla del placer y el
bienestar, e ignora la del dolor, no entiende las leyes del Universo.
TODA PÉRDIDA EN LA ESFERA DE
LA SALUD, EL DINERO O EL AMOR CON TODOS SUS DERIVADOS, CONLLEVA UN NIVEL DE
DUELO EN FUNCIÓN DEL GRADO DE IDENTIFICACIÓN QUE HAYA EXISTIDO CON LO QUE SE VA
DE NUESTRA VIDA.
Una identificación que
refleja el quebranto en nuestra propia identidad que se ve disminuida. Y aunque
estemos bien entrenados intelectualmente para “entender” que toda pérdida forma
parte del juego de la vida, atravesamos un proceso de contracción que merece
ser tratado y aliviado como una enfermedad del alma.
Conforme recorremos cada
ciclo vital, pareciera que nuestra identidad construida, a menudo con trabajo y
gloria, un día caduca y agoniza. Bien sabemos que todo lo que existe está
sometido a la ley del ciclo por la que nace, crece, toca el cenit, decae y muere.
Podría decirse que, a través de los ciclos de vida, parece que vivimos varias
vidas en una sola.
CADA CUAL SABE DE LOS
“MOMENTOS FRONTERA” EN LOS QUE SE VIO OBLIGADO A DECIR ADIÓS AL “VIEJO YO” Y
ATRAVESAR EL VACÍO DE LAS SOMBRAS.
Alguien dijo que la
verdadera crisis era el momento crucial en el que soltamos el viejo trapecio,
sin que el otro haya aparecido: “soltar lo viejo sin que lo nuevo haya
llegado aún”. En tales situaciones valoramos el hilo de la
consciencia, el testigo interno que no se ve eclipsado por las emociones
dolorosas de la pérdida. Esto puede verse reflejado en la imagen de un buzo
que, por más profundo que caiga, se sabe conectado con una fuente superior de
aire y consciencia que le dice: “Tranquilo, respira. No pasa nada.
Ahora estás bajando, luego subirás”.
También podemos comprender que,
aunque pasan grandes y pequeñas cosas, en realidad, para nuestra esencia
absoluta tan quieta, “nunca pasa nada”.
NUESTRO GRAN RETO CONSISTE
EN EL ARTE DE VIVIR EN AMBOS MUNDOS: TANTO EN EL PERIFÉRICO DEL NIVEL PERSONA,
ES DECIR, EL NIVEL DUAL QUE SE EXPANDE Y CONTRAE, COMO EN LA REALIDAD MAYOR QUE
REPRESENTA LA ESENCIA: LO QUE OBSERVA Y ATESTIGUA DESDE LA PLENA CONSCIENCIA.
Entonces, ¿cuál es el
antídoto al dolor de la pérdida? LA “ACEPTACIÓN” EN SU
MAYOR O MENOR GRADO, TIENE LA RESPUESTA. A MAYOR ACEPTACIÓN MENOR DOLOR, Y
VICEVERSA.
La pérdida y el duelo se
resuelven cuando lo sucedido es plenamente aceptado. Una aceptación que no
viene del pensamiento, ni de una esforzada voluntad de aceptar por fuera cuando
lo que por dentro todavía no se acepta. En realidad, es la consciencia la que
posibilita la resiliencia. La plena consciencia de lo que uno vive durante el
proceso de pérdida, neutraliza la dramatización y evoca las grandes capacidades
del alma: la compasión y la confianza.
Se dice que las espadas
forjadas al fuego por los grandes maestros de la Historia eran tan
inquebrantables, como lo era la esencia consciente que estos habían descubierto
en su interior con un gran entrenamiento en la autoconsciencia. Aquellas
espadas que tardaban años en ser forjadas con ayuno, meditación y silencio,
poseían la cualidad de la templanza. Su hierro había pasado por el fuego y el
agua una y mil veces, adquiriendo esa inquebrantable fortaleza que también
expresa el alma bien entrenada mediante ecuanimidad, aceptación y presencia.
Todo es posible en esos
momentos en los que el pasado se retiró y respiramos dolidos la pérdida de la
ausencia. Son momentos en que la sincronía nos dice una y otra vez con sutil
elocuencia: “no pierdas la esperanza, bien sabes que
conforme la vida cierra una puerta, no tarda en abrir otra. Confía y espera”.
Por su parte, las
adquisiciones, aunque son bien recibidas y en muchos casos aumentan la
seguridad en la vida, también defraudan y desencantan. Pasados los primeros
momentos, la exaltación se apaga y retira. Y de la misma forma que el valle
sigue a la montaña y la montaña al valle, las pérdidas suceden a las
adquisiciones y las adquisiciones a las pérdidas.
No parece que huir del dolor
o evadirlo sea una ruta para madurar de forma sana y segura. Se dice que “todo
lo que se resiste, persiste” y, tarde o temprano, el duelo sumergido y
no resuelto vuelve de nuevo a salir como una vieja asignatura.
Pasar un duelo conlleva ser
capaces de “sostener” la propia tristeza, sabiendo que todos nuestros estados
de ánimo se hallan sujetos a la ley de la Impermanencia. Todo pasa, todo
cambia. Lo único que no cambia es el observador de lo que cambia.
LA SABIDURÍA PROCLAMA
LA ECUANIMIDAD COMO UN ESTADO PROFUNDO DESDE EL QUE SE NOS
INVITA A LA SOBRIEDAD Y LA MODERACIÓN EN LAS ADQUISICIONES, Y POR SU PARTE, A
LA ACEPTACIÓN Y LA CONFIANZA EN LAS PÉRDIDAS. BIEN SABEMOS QUE ACEPTAR NO ES
RESIGNARSE, PORQUE SI BIEN ESTO ÚLTIMO SUPONE UNA DECLARACIÓN DE PASIVIDAD Y
PEREZA, LA ACEPTACIÓN, POR EL CONTRARIO, CONLLEVA COMPRENSIÓN DE LO QUE SUCEDE
DESDE UNA VISIÓN MAYOR QUE AMPLÍA Y LIBERA.
EN REALIDAD, ACEPTAR ES
RECONOCER LAS LEYES POR LAS QUE TODO OCURRE, LEYES A VECES DESCONOCIDAS Y, A MENUDO
NO DESEADAS, PERO, EN CUALQUIER CASO, NUNCA AJENAS A LA FUENTE PRIMORDIAL DE
SABIDURÍA.
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