REFELXIONES PARA EL FIN DE SEMANA
AL USO DE PRÁCTICAS Y CREENCIAS ESPIRITUALES PARA EVITAR ENFRENTARNOS CON NUESTROS SENTIMIENTOS DOLOROSOS, HERIDAS NO RESUELTAS Y NECESIDADES DE DESARROLLO SE LE DENOMINA “EVASIÓN ESPIRITUAL”.
LA EVASIÓN ESPIRITUAL ES MUCHO MÁS COMÚN DE LO QUE PODAMOS PENSAR Y, DE HECHO, ESTÁ TAN GENERALIZADA QUE PASA ENORMEMENTE DESAPERCIBIDA, EXCEPTO EN CASOS EXTREMOS EN QUE RESULTA MÁS EVIDENTE.
Esto es debido, en parte, a nuestra tendencia a no tener mucha tolerancia –ya sea a nivel personal o colectivo- para enfrentarnos a nuestro dolor, adentrarnos en él y tratarlo; en lugar de ello, preferimos sin dudarlo “soluciones” que lo aplaquen, sin que nos importe el sufrimiento que tales “remedios” puedan catalizar. Como esta preferencia se ha extendido tanto y penetrado tan profundamente en nuestra cultura que está ya casi normalizada, la evasión espiritual viene como anillo al dedo a nuestro hábito colectivo de huir de lo que resulte doloroso, como una especie de analgésico superior con efectos secundarios aparentemente mínimos. Es una estrategia espiritualizada no sólo para evitar el dolor, sino también para legitimar esta evasión de distintos modos, que van desde lo descaradamente obvio hasta lo extremadamente sutil.
La evasión espiritual es una sombra muy persistente de la espiritualidad que se manifiesta de muchas formas, a menudo sin que se la reconozca como tal. Entre los distintos aspectos de la evasión espiritual encontramos un desapego exagerado, entumecimiento y represión emocionales, un excesivo énfasis en lo positivo, fobia a la rabia, compasión ciega o demasiado tolerante, límites débiles o demasiado porosos, un desarrollo “cojo” (con una inteligencia cognitiva a menudo muy por delante de la inteligencia emocional y moral), un juicio debilitante sobre la propia negatividad o “lado oscuro”, una infravaloración de lo personal en relación con lo espiritual y falsas ilusiones de haber llegado a un nivel superior de ser.
La explosión del interés por la espiritualidad que se produjo a partir de mediados de la década de 1960-1970, en especial por la espiritualidad oriental, ha ido acompañada del correspondiente interés e inmersión en la evasión espiritual, que, sin embargo, no se ha calificado muy a menudo, y mucho menos reconocido como tal. Ha sido más fácil presentar la evasión espiritual como una práctica o perspectiva espirtualmente avanzada, que va más allá de la religión, sobre todo en la espiritualidad de consumo rápido cuyo paradigma son los fenómenos pasajeros como “El Secreto”. Algunas de sus características más escandalosamente vulgares, como esas raciones de sabiduría recalentada servidas como comida rápida tipo:
“No te lo tomes como algo personal”, o “Lo que te molesta de alguien, en realidad sólo es algo que te molesta de ti”, o “Todo es una simple ilusión”,
se ponen a disposición de casi cualquiera para su consumo y cantinela repetitiva.
Afortunadamente, esa luna de miel con nociones de espiritualidad falsas o superficiales está empezando a menguar. Ya se han hecho estallar suficientes burbujas; ya se han cogido en calzoncillos, o se les ha caído la aureola, a suficientes maestros espirituales, orientales y occidentales; ya ha habido suficientes sectas; ya se ha malgastado suficiente tiempo en chucherías espirituales, credenciales, transmisiones de energía y gurucentrismo para sondear tesoros más profundos. Pero por muy valioso que sea el deseo de una espiritualidad más auténtica, un cambio como éste no se producirá a una escala significativa, ni arraigará realmente, hasta que la evasión espiritual sea superada, y eso no es tan fácil como pueda sonar, puesto que exige que dejemos de alejarnos de nuestro dolor, de quedarnos atontados y de esperar que la espiritualidad nos haga sentir mejor.
La verdadera espiritualidad no es un Nirvana, ni un “subidón”, ni un estado alterado.
Ha estado bien soñar durante un tiempo, pero nuestra época está pidiendo a gritos algo muchísimo más real, responsable y de pies en el suelo; algo radicalmente vivo e íntegro por naturaleza; algo que nos sacuda hasta las entrañas hasta que dejemos de tratar el profundizamiento espiritual como algo en lo que andar picoteando superficialmente como un simple pasatiempo. La auténtica espiritualidad no es algún pequeño atisbo o chispazo de saber, ni algo psicodélico para experimentar a toda velocidad, ni un quedarse dulcemente colgado en algún plano exaltado de la conciencia, ni una burbuja de inmunidad, sino un inmenso fuego de liberación, un crisol y santuario exquisitamente digno y apropiado, que nos proporciona tanto luz como calor para la sanación y el despertar que necesitamos.
La mayoría de las veces en que nos hallamos inmersos en la evasión espiritual, nos gusta la luz pero no el calor. Y cuando estamos atrapados en las formas más burdas de evasión espiritual, normalmente, teorizamos mucho más sobre las fronteras de la conciencia de lo que realmente las visitamos, sofocando el fuego en lugar de avivarlo aún más, comulgando con el ideal de amor incondicional pero sin permitir que el amor se manifieste en sus dimensiones más desafiantes y personales. Hacer eso nos daría demasiado calor, demasiado miedo y escaparía demasiado a nuestro control, haciendo aflorar a la superficie cosas que hemos estado negando o reprimiendo durante mucho tiempo.
Pero si de veras queremos la luz, no podemos permitirnos huir del calor. Como dijo Víctor Frankl, “Aquello que da luz debe soportar el estar ardiendo”. Y estar con el calor del fuego no significa simplemente sentarnos a meditar en nuestras dificultades, sino también sumergirnos de lleno en ellas, adentrarnos hasta sus entrañas, enfrentarnos, penetrar e intimar con lo que haya allí, por mucho miedo que nos dé o por traumático, triste o crudo que nos resulte.
Ya hemos tonteado bastante con las vías espirituales orientales; ahora ha llegado el momento de ir más al fondo. Debemos hacerlo no solo para establecer una relación más estrecha con la esencia de estas tradiciones de sabiduría, más allá del ritual, la creencia y el dogma, sino también para dejar espacio a la evolución saludable –y no solo la necesaria occidentalización- de estas tradiciones, de tal modo que su presencia deje de fomentar la evasión espiritual (aunque sea indirectamente) y de hecho deje de abonar consciente y activamente el terreno para que crezca.
Sin embargo, estos cambios no se producirán significativamente a menos que trabajemos en profundidad de forma integradora con nuestras dimensiones físicas, emocionales, psicológicas, espirituales y sociales para generar un sentido cada vez más profundo de totalidad, vitalidad y elemental sensatez.
Cualquier sendero espiritual, ya sea oriental u occidental, que no trate las cuestiones psicológicas con auténtica profundidad, y en más contextos que meramente el espiritual, está sentando las bases para una abundancia de evasión espiritual. Si los practicantes no reciben de los maestros y las enseñanzas espirituales el estímulo y apoyo suficientes para entregarse en gran profundidad al trabajo psicoemocional –y si, por consiguiente, aquellos alumnos que realmente necesitan dicho trabajo no lo hacen- quedarán desamparados tratando de resolver sus problemas psicoemocionales, sean o no traumáticos, únicamente a través de las prácticas espirituales que hayan aprendido, como si hacerlo así fuese, de algún modo, superior o mejor – o una actividad “más elevada”- que someterse a una psicoterapia de cualidad. La psicoterapia se considera a menudo una actividad inferior a la práctica espiritual, quizás incluso algo que no tendríamos por qué hacer. Cuando nuestra evasión espiritual es más sutil, la idea de someterse a psicoterapia puede considerarse más aceptable, pero, aun así, rehuiremos de hurgar demasiado en nuestras heridas e ir al meollo del asunto.
La evasión espiritual está ocupada en gran medida, al menos en sus formas de la Nueva Era, por la idea de totalidad y de innata unidad del Ser –el concepto de “Unidad” es quizás su concepto estrella- pero en realidad genera y refuerza la fragmentación separándose de –y rechazando- todo lo que sea doloroso, angustioso y esté por sanar; en definitiva, todos los aspectos del ser humano que distan mucho de ser halagüeños. Al mantener constantemente estos aspectos en la oscuridad, “allá abajo” (cuando estamos encerrados en la “sede central” de la cabeza, nuestro cuerpo y nuestros sentimientos parecen estar por debajo de nosotros), tienden a reaccionar mal cuando se sueltan, como los animales que han pasado demasiado tiempo enjaulados.
Nuestro descuido de estas partes de nosotros mismos, aunque pongamos cuidado en adornarlas, es semejante al de unos padres que por lo demás fuesen afectuosos pero dejasen a sus hijos sin alimento, ropa o cuidados suficientes.
Los adornos de la evasión espiritual pueden ser bonitos, especialmente cuando parecen prometer la liberación respecto a la algarabía y furia de la vida, pero a menudo esta supuesta serenidad y desapego es poco más que un “valium metafísico”, sobre todo para quienes han convertido el ser y parecer positivos en algo más que una virtud.
Un signo habitualmente indicador de evasión espiritual es una falta de enraizamiento y de experiencia corporal que tiende a mantenernos o bien “flotando en el espacio” en cuanto al modo de relacionarnos con el mundo o bien atados con demasiada rigidez a un sistema espiritual que aparentemente nos proporciona la solidez que nos falta. Tamibén podemos caer en el perdón y la disociación emocional prematuros –confundiendo la rabia con la agresividad y la hostilidad- lo cual nos deja sin poder, infectados de límites débiles. Ese rasgo de ser exageradamente amable que a menudo caracteriza a la evasión espiritual, la aleja de la profundidad y autenticidad emocional, y el dolor que subyace a ella –en mayor parte no manifestado, ni tocado, ni reconocido- la mantiene aislada de los mismos cuidados que la desenvolverían y la desharían, como un bebé al que un padre o madre amorosos preparan para tomar un baño.
La evasión espiritual nos distancia no solo de nuestro dolor y de cuestiones personales difíciles, sino también de nuestra auténtica espiritualidad, dejándonos encallados en un limbo metafísico, una zona en que todo es exageradamente dulce, agradable y superficial. Su naturaleza frecuentemente desconectada la mantiene a la deriva, agarrada al chaleco salvavidas de sus credenciales espirituales autoconferidas.
Así, nos impide encarnar la plenitud de nuestra humanidad.
Pero no seamos demasiado duros con la evasión espiritual, ya que todos los que nos hemos adentrado en lo espiritual hemos caído en ella, en mayor o menor grado, tras haber utilizado durante años otros medios de hacernos sentir mejor o más seguros. ¿Por qué no habíamos de abordar también la espiritualidad, sobre todo al principio, con la misma esperanza de que nos hiciera sentir mejor o más seguros en diversas áreas de nuestra vida?
Para superar verdaderamente la evasión espiritual –lo que, en parte, significa liberar a la espiritualidad (¡y a todo lo demás!) de la obligación de hacernos sentir mejor, más seguros o más completos- debemos no solo verla con genuina compasión, por muy feroz que pueda ser o necesite ser. El evasor espiritual que hay en nosotros no necesita ni censurar ni avergonzarse, sino más bien que lo incluyamos conscientemente y con cariño en nuestro conocimiento sin permitirle dirigir el espectáculo. El hecho de intimar con nuestra propia capacidad de evadirnos en lo espiritual nos permite mantenerla en una perspectiva saludable.
He trabajado con muchos clientes que, al describirse a sí mismos, decían estar en un camino espiritual, sobre todo en la meditación. A la mayoría les preocupaba, al menos inicialmente, ser amables y buenas personas, tratar de ser positivos y no ser críticos con los demás, a la vez que se torturaban con diversos “debería” espirituales, como por ejemplo “No debería mostrarme iracundo”, o “Debería ser más cariñosa”, o “Debería estar más abierto después de todo el tiempo que he dedicado a la práctica espiritual”. Huyendo de sus emociones, impulsos e intenciones más oscuros (o “menos espirituales”), habían quedado atrapados, unos más que otros, dentro de las mismas prácticas y creencias que habían esperado que podrían liberarles o por lo menos hacerles sentir mejor.
Hasta las metodologías espirituales más exquisitamente diseñadas pueden convertirse en trampas y no llevar a la libertad, sino solamente al refuerzo –aunque sea sutil- del “yo” que quiere ser un alguien que haya alcanzado la libertad (el mismo “yo” que no se da cuenta de que no dan ningún Oscar por el despertar).
Entre las trampas potenciales que resultan más evidentes está la creencia de que deberíamos elevarnos por encima de nuestras dificultades y simplemente abrazar la Unidad, aun cuando la tendencia a dividirlo todo en positivo y negativo, superior e inferior, espiritual y no espiritual, nos domine por completo.
Hay otras trampas más sutiles y menos atiborradas de nanas metafísicas o metáforas de ascensión y disimuladas bajo el aspecto del discernimiento, que nos enseñas la no aversión a través de cultivar la capacidad de ser testigos imperturbables y/o de diversos y devotos rituales. Más sutiles son aún aquéllas que ponen énfasis en tomárselo todo con aceptación y compasión. Cada enfoque tiene su propio valor, aunque solo sea para acabar impulsándonos en una dirección aún más profunda, y cada uno de ellos está lejos de ser inmune a caer bajo las garras de la evasión espiritual, especialmente cuando nosotros seguimos esperando –sea cual sea la profundidad de nuestra práctica espiritual- alcanzar un estado de inmunidad al sufrimiento (ya sea a nivel personal o colectivo).
El propósito cuando uno inicia un camino de crecimiento espiritual, es no caer en la evasión espiritual, o si ya hemos caído, superar la misma, para poder adentrarnos en una vida más profunda: una vida de integridad, profundidad, amor y sensatez genuinos; una vida de autenticidad a todos los niveles; una vida en que tanto lo personal como lo interpersonal y lo transpersonal sean honrados y vividos en la máxima plenitud.
ES UNA COLABORACIÓN DE J.M.G.S.
EXTRAÍDO DEL LIBRO “LA EVASIÓN ESPIRITUAL”
DEL DR. ROBERT AUGUSTUS MASTERS
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