Benjamin Franklin dijo en cierta ocasión que “él no se había equivocado nunca, lo que pasaba es que había tenido 10.000 ideas que no funcionaron”. Edison aseguraba que “cada una de las 200 bombillas que no funcionaron le enseñaron algo que probó en el siguiente intento”.
Habitualmente se subestima la importancia del fracaso, del error.
Sobretodo cuando, equivocarse puede ser la única manera de empezar.
El pasado fin de semana en Sevilla, ofrecí una conferencia acerca del valor de los emprendedores y de cual debía ser su actitud ante un elemento omnipresente en cualquier proyecto: la posibilidad de que no se alcance el objetivo y se deba desistir tarde o temprano.
A todos los presentes les dije que tener un sueño y hacer todo lo posible por llevarlo a cabo no tiene precio, es gratificante por el mero hecho de recorrer el camino. Mi charla se titulaba “el club de los soñadores” y representaba gráficamente el aprendizaje que de los errores se puede obtener. Sin embargo es cierto que todo esto a veces puede parecer palabras de libro de “autoayuda” sobre todo cuando estás en España y en su cruda realidad.
Al iniciar mi intervención comuniqué a los asistentes que les regalaba cien mil euros. Les pregunté que harían con ellos. Unos dijeron viajar (muchos), otros pagar la hipoteca (bastantes), un par pagársela a sus padres (que buenos hijos), una docena meterlo en el banco (los que no me han leído nunca), pero la mayoría dijo que “montar un negocio”.
Obviamente el público de ese evento no era representativo de la sociedad española, pero estaría bien que así fuera. Esa misma pregunta la hizo una televisión autonómica hace unos días y el resultado era descorazonador.
En mi último libro cito a un amigo mío, un emprendedor que desde los 16 años y que ahora factura más de 40 millones de euros al año fabricando mil productos distintos, pero que empezó empapelando pisos. Decía, “los que quieran seguirme que vengan, algunos no pensamos parar”. Se refería a empezar una obra, la que fuera, no importaba. Si era una piscina, un mueble o un bar musical. A veces me comenta lo difícil que es emprender en España, pero sobretodo recalca lo difícil que es emprender siendo español. Son cosas distintas.
El españolito tiene una manera muy particular de entender la ayuda. Espera el mantel, los platos y los cubiertos puestos, la cena en camino y la tele puesta. Antes, dice mi amigo, no era así. Se esperaba poco, se iba uno a buscar todo y si la cena estaba por hacer se ponía a hacerla.
Hay de todo en este reino complejo, pero no me negarán que cuando alguien monta un negocio aquí lo primero que se plantea es “donde puede obtener alguna ayuda o subvención”. No digo que no se precise, de hecho es una de las cosas que considero apropiadas de otros lugares que si apuestan ciertamente (y no de boquilla) por la emprendeduría.
El problema es que ese es el elemento central del principio de la actividad para muchos portadores de powerpoints. No se puede iniciar un proyecto que quieres vender como “el de tu vida” sin apostar apenas nada y esperando que te lo ponga todo un “Business Angel”, un inversor incauto o una administración protectora.
La mayoría de la gente, sin darse cuenta, continúa esperando que el Estado los identifique como ciudadanos débiles, les reduzca su criterio individual, les conceda una plaza en la incubadora social, les muestre las ayudas posibles, les conceda soporte y les recorte libertades. Al depender de más ayudas, el ciudadano cada vez tiene menos opciones de autogestión.
El emprendedor debe salir de ese circuito viciado y vicioso y olvidarse por un momento de todo ese barrizal y afrontar sus retos con lo dispuesto. La cultura asociada a las ayudas “de partida finalista” se acerca en gran medida a la del subsidio.
Obviamente, que la administración se haya decidido por el subsidio en lugar de por las políticas activas para estimular y proteger la emprendeduría la responsabiliza también de la falta de actividad emprendedora en este país. Pero también es responsable de esa apatía toda la sociedad por derivación.
Que gran invento este de tener a todo el mundo esperando el rescate.
Imaginemos un desierto.
Dos ciudadanos anónimos esperan hace horas que alguien los saque de ahí. Si el tiempo pasa y nada ocurre seguramente morirán. Uno de ellos empieza a andar. No hay dirección concreta ni plan. Sólo intuición y valor.
El otro espera que llegue un helicóptero. ¿Quién tiene opciones de salvarse? Quien se queda esperando no molesta. Si llega o no el helicóptero es indiferente.
El otro, el que busca un oasis es un ciudadano complejo, incómodo, activo y pertinaz. Eso molesta mucho.
Decía Littlewood: “si no nos perdemos nunca, no encontraremos otros caminos”.
MARC VIDAL
PUBLICADO EN EL BLOG DE MARC VIDAL
WWW.MARCVIDAL.CAT
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