Hay personas tan empáticas y
solidarias que se olvidan de atender sus propias necesidades emocionales para
resolver compulsivamente los problemas de los demás.
Hay personas que se pasan la
vida pensando más en los demás que en sí mismos. Personas extremadamente
empáticas y solidarias, cuya vocación consiste en ayudar a otros. De hecho,
muchos profesionalizan esta pulsión innata con la que nacieron, convirtiéndose
en médicos, enfermeros, psicólogos, asistentes sociales o voluntarios al
servicio de alguna causa humanitaria. En muchos casos, incluso dedican sus
vacaciones a enrolarse en alguna ONG, atendiendo a los más pobres y
desfavorecidos.
En su ámbito familiar y
social, por ejemplo, suelen convertirse en la persona de referencia a la que el
resto de amigos acuden cuando padecen algún contratiempo, problema o penuria.
Son los primeros en ir al hospital cuando alguien que conocen acaba de ser
operado, sufre una enfermedad o ha tenido un accidente. O en echar una mano
cuando alguien se cambia de piso y necesita ayuda con la mudanza.
Todos ellos suelen tener
como referentes a la Madre Teresa de Calcuta o a Vicente Ferrer. Inspirados por
su ejemplo, consideran que lo más importante en la vida es ser “buenas
personas”. De ahí que por encima de todo se comprometan con la generosidad, el
altruismo y el servicio a los demás. Sin embargo, este comportamiento
aparentemente impecable puede albergar un lado oscuro. Tarde o temprano llega
un punto en que su compulsión por ayudar les termina pasando factura.
FALTA DE AUTOESTIMA
“No hay amor suficiente para
llenar el vacío de una persona que no se ama a sí misma.”
(Irene Orce)
Cuenta una historia que un
joven fue a visitar su anciano profesor. Y entre lágrimas, le confesó: “He venido
a verte porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas ni para levantarme
por las mañanas. Todo el mundo dice que no sirvo para nada. ¿Qué puedo hacer
para que me valoren más?” El profesor, sin mirarlo a la cara, le respondió: “Lo
siento, chaval, pero ahora no puedo atenderte. Primero debo resolver un
problema que llevo días posponiendo. Si tú me ayudas, tal vez luego yo pueda
ayudarte a ti”.
El joven, cabizbajo, asintió
con la cabeza. “Por supuesto, profesor, dime qué puedo hacer por ti”. El anciano
se sacó un anillo que llevaba puesto y se lo entregó al joven. “Estoy en deuda
con una persona y no tengo suficiente dinero para pagarle”, le explicó. “Ahora
ves al mercado y véndelo. Eso sí, no lo entregues por menos de una moneda de
oro”.
Una vez en la plaza mayor,
el chaval empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Pero al pedir una moneda
de oro por él, algunos se reían y otros se alejaban sin mirarlo. Derrotado, el
chaval regresó a casa del anciano. Y nada más verlo, compartió con él su frustración:
“Lo siento, pero es imposible conseguir lo que me has pedido. Como mucho me
daban dos monedas de bronce.” El profesor, sonriente, le contestó: “No te
preocupes. Me acabas de dar una idea. Antes de ponerle un nuevo precio, primero
necesitamos saber el valor real del anillo. Anda, ves al joyero y pregúntale
cuánto cuesta. Y no importa cuánto te ofrezca. No lo vendas. Vuelve de nuevo
con el anillo.”
Tras un par de minutos
examinando el anillo, el joyero le dijo que era “una pieza única” y que se lo
compraba por “50 monedas de oro”. El joven corrió emocionado a casa del anciano
y compartió con él lo que el joyero le había dicho. “Estupendo, ahora siéntate
un momento y escucha con atención”, le pidió el profesor. Y mirándole a los
ojos, añadió: “Tú eres como este anillo, una joya preciosa que solo puede ser
valorada por un especialista. ¿Pensabas que cualquiera podía descubrir su
verdadero valor?” Y mientras el anciano volvía a colocarse el anillo, concluyó:
“Todos somos como esta joya: valiosos y únicos. Y andamos por los mercados de
la vida pretendiendo que personas inexpertas nos digan cual es nuestro
auténtico valor”.
GENEROSIDAD EGOCÉNTRICA
“Si das para recibir es
cuestión de tiempo que acabes echando en cara lo que has dado por no recibir lo
que esperabas.”
(Erich Fromm)
Dentro de este ‘club de
buenas personas’ hay quienes dan desde la abundancia y quienes, por el
contrario, dan desde la escasez. Es decir, quienes dan por el placer de dar y
quienes, por el contrario, lo hacen con la esperanza de recibir. Centrémonos en
estos últimos, indagando acerca de lo que mueve realmente sus acciones. Muchos
de estos ayudadores se fuerzan a hacer el bien, siguiendo los dictados de una
vocecilla que les recuerda que ocuparse de sí mismos, de sus propias necesidades,
es “un acto egoísta”. No en vano, están convencidos de que para ser felices la
gente les ha de querer. Y de que para que la gente les quiera y piense bien de
ellos han de ser buenas personas.
Movidos por este tipo de
creencias, suelen ofrecer compulsivamente su ayuda, atrayendo a su vida a
personas necesitadas e incapaces de valerse por sí mismas. Al posicionarse como
‘salvadores’, consideran que los demás no podrían sobrevivir ni prosperar sin
su ayuda. De ahí que tiendan a interferir en los asuntos de sus conocidos,
ofreciéndoles consejos aun cuando nadie les haya preguntado. Sin ser
conscientes de ello, pecan de soberbia, posicionándose por encima de quienes
ayudan, creyendo que saben mejor que ellos lo que necesitan. Paradójicamente,
su orgullo les impide reconocer sus propias necesidades y pedir auxilio cuando
lo requieren.
Detrás de su personalidad
agradadora, bondadosa y servicial se esconde una dolorosa herida: la falta de
amor hacia sí mismos, el cual buscan desesperadamente entre quienes ayudan,
volviéndose individuos muy dependientes emocionalmente. Esta es la razón por la
que con el tiempo aflora su oscuridad en forma de reproches, sintiéndose
dolidos y tristes por no recibir afecto y agradecimiento a cambio de los
servicios prestados. En algunos casos extremos terminan estallando
agresivamente, echando en cara todo lo que han hecho por los demás. También
utilizan el chantaje emocional, el victimismo o la manipulación para hacer
sentir culpables a quienes han ayudado, esperando así obtener el amor que creen
que merecen y necesitan para sentirse bien consigo mismos.
SOLEDAD E INTROSPECCIÓN
“Si no te amas tú, ¿quién te
amará? Si no te amas a ti, ¿a quién amarás?”
(Darío Lostado)
El punto de inflexión de
estos ayudadores compulsivos comienza el día que deciden adentrarse en un
terreno tan desconocido como aterrador: la soledad y la introspección, poniendo
su empatía al servicio de sus propias necesidades. Solo así superan su adicción
y dependencia por el amor del prójimo, volviéndose mucho más independientes y
autosuficientes emocionalmente. Solo así logran poner limites a su ayuda
–sabiendo decir “no”–, sin sentirse culpables o egoístas por priorizarse a sí
mismos cuando más lo necesiten.
Antes de volver a ayudar a
alguien, puede ser interesante que se pregunten qué es lo que les mueve a
hacerlo, comprendiendo el patrón inconsciente que se oculta detrás de sus
buenas intenciones. De este modo dejarán de acumular sentimientos negativos
hacia aquellos que no les devuelven los favores prestados. A su vez, también
pueden recordarse que cada persona es capaz de asumir su propio destino,
aprendiendo a resolver sus problemas por sí misma.
En este sentido, es
fundamental que comprendan que nadie hace feliz a nadie, puesto que la
felicidad se encuentra en el interior de cada ser humano. Lo cierto es que este
bienestar interno es el motor del verdadero amor, desde el que las personas dan
lo mejor de sí mismas sin esperar nada a cambio. En vez de comportarse como
buenos samaritanos, su gran aprendizaje consiste en ser personas felices. Es
entonces cuando comprenden que dar es la verdadera recompensa.