miércoles, 28 de julio de 2010

OTRA MANERA DE HACER CIENCIA

A lo largo del siglo XX, y a partir de la revolución de la física cuántica, un sector minoritario de la comunidad científica ha trabajado con una filosofía epistemológica diferente a la que ha caracterizado a la ciencia occidental de los últimos cinco siglos, desde los tiempos de Francis Bacon.

Este sector ha desarrollado lo que se ha denominado como ciencia de orientación holística, por oposición a la ciencia reduccionista, que representa el más genuino espíritu occidental moderno. Lo que define al reduccionismo es la consideración del objeto de estudio como un sistema predecible a partir del análisis separado de sus componentes más básicos. Pero también la preferencia por los datos cuantitativos, el mecanicismo, o la tendencia a aislar lo más posible el objeto de estudio para poder tratarlo como un sistema cerrado.

El holismo, por el contrario, considera que los sistemas presentan propiedades emergentes no predecibles desde el análisis de sus componentes, considera el objeto de estudio como un sistema abierto interactuando dentro de un sistema mayor y hace prevalecer la visión del conjunto sobre la de las partes.

Fritjof Capra (El Tao de la física, La trama de la vida), ha señalado que este cambio de paradigma ha sido posible gracias a la introyección de elementos procedentes de la cultura oriental.

Una de las diferencias más notorias entre la ciencia oriental y la occidental es que mientras que la segunda ha supuesto una discontinuidad con todo sistema de conocimientos anterior (con excepción de una tendencia intelectual minoritaria en la Grecia clásica que fue de hecho el gérmen de la ciencia occidental moderna desarrollada en los últimos siglos), la primera guarda una absoluta continuidad con culturas y tradiciones de antigüedad milenaria.

Por eso no debe extrañarnos que uno de los resultados de esta nueva ciencia holística haya sido un sorprendente reencuentro con conceptos milenarios, tanto orientales como occidentales.

Pongamos por ejemplo a la biología. Actualmente, el paradigma reduccionista de esta rama, el neodarwinismo, se encuentra en una crisis profunda similar a la que sufría la mecánica newtoniana poco antes de la revolución cuántica. El neodarwinismo establecía que la evolución de la vida orgánica era la consecuencia de la reproducción diferencial entre variedades originadas al azar, en combinación con fenómenos estocásticos de la dinámica de las poblaciones de organismos.

La validez explicativa de este modelo ha sido sobradamente refutada por la propia investigación biológica, a pesar de que por el momento reine el oscurantismo a este respecto.

Ahora bien, ¿es la vida una propiedad emergente del comportamiento de los sistemas complejos, de su tendencia a disminuir la entropía interna, o es más bien esa tendencia la vida en sí misma? Creo que no hay demasiada diferencia entre el primer caso y el segundo. Si uno reflexiona un poco, ambos elevan la vida a un principio intrínseco, una fuerza fundamental del universo como la gravedad, o más concretamente, como una ley de la termodinámica. Algo que está ahí “porque sí”, porque es una característica del universo.

Brahman, Shiva, y Visnú

La primera y la tercera ley de la termodinámica tienen exactamente la misma categoría que los principios cosmogónicos hindúes o de otras culturas tradicionales: No tienen explicación racional posible. Se trata de principios fundamentales de la existencia. Al abandonar el carácter reduccionista de la ciencia de los últimos siglos (al menos en su fase interpretativa, ya que la elaboración de un experimento es siempre por fuerza reduccionista), los investigadores que han seguido esta vía se han encontrado con fenómenos no tan cómodos de concebir y manejar desde el ámbito de la racionalidad. Conceptos extraños a nuestra mentalidad moderna, para los que curiosamente podemos encontrar, en tradiciones y culturas milenarias, nombres que se ajustan muy bien.

Tal fue el caso de Gaia, recuperada para el pensamiento moderno gracias al escritor William Golding. ¿Cómo es posible que en la antigüedad se manejaran conceptos tan sutiles y ajustados a la realidad, y que la racionalidad moderna los haya perdido completamente? Porque la racionalidad moderna, desde Descartes, se basa en la negación de toda capacidad suprarracional como vía de adquisición de conocimiento. Desarrollaremos esta idea a continuación:

¿Qué ocurre con la racionalidad moderna?

La racionalidad, o pensamiento lingüístico, es una parte fundamental de la mente humana, pero no es la única. En las ciencias tradicionales orientales, y también en las occidentales anteriores al siglo XIV, son fundamentales ciertas capacidades de la mente que el orientalista René Guénon definió como “intuición intelectual”.

Como explica Guénon, si dejamos a la racionalidad sola, como ha hecho la intelectualidad del occidente moderno, la mente se queda coja, atrofiada en sus capacidades cognoscitivas, perdiendo toda posiblidad de alcanzar, ni siquiera parcialmente, lo que las tradiciones orientales llaman el verdadero conocimiento.

Por ello la ciencia moderna, resultado de la racionalidad moderna que rechaza toda capacidad cognoscitiva suprarracional, es necesariamente reduccionista:

Al reducir el todo a las partes, y aislar cada parte del resto, podemos tratar con sistemas aprehensibles por la mera racionalidad. De este modo se hacen manipulables, pero de un modo ciego ya que se ha perdido toda posible verdadera perspectiva de conjunto.

Así es como nacieron las aplicaciones prácticas de la ciencia moderna, la denominada Revolución Industrial, junto con todas sus subsecuentes revoluciones tecnológicas.

Así es como nació, también, la pretensión de reducir todo conocimiento cualitativo a conocimiento cuantitativo, la obsesión por las partes descuidando el todo y la pérdida de toda comprensión profunda de las cosas.

Pero la verdadera gravedad del caso no reside en que la Ciencia Occidental Moderna tenga por método la desconexión entre la racionalidad y el resto de la mente (y el cuerpo, dicho sea de paso).

Lo grave es que rechace otorgar el nombre de Ciencia a cualquier sistema de conocimientos que no emplee ese método.

Es decir, ningún sistema de conocimientos que no haya nacido en la civilización occidental de los últimos cinco siglos es susceptible de llamarse ciencia, reservando tal designación únicamente a la ciencia occidental moderna. Y lo que no es ciencia, es superstición.

Así se entiende hoy día, y así se borran de un plumazo todas las ciencias tradicionales, afortunadamente aún vivas en Oriente.

Este paso ha sido posible sólo gracias a la sólida implantación de la idea de progreso en nuestra sociedad. Es decir, la idea de que la calidad de vida ha aumentado a lo largo de la historia, y que actualmente, gracias a los progresos de la “Ciencia” y el advenimiento de la democracia, nuestros niveles de bienestar y libertad son mayores que nunca en la historia.

Hace unas décadas era extremadamente difícil encontrar a un occidental que no pensara así. Hoy en día, en cambio, un número creciente de personas está dejando de creer en la quimera del progreso; señal, quizás, de que se avecina el fin de una época.

Mauricio Abdalla ha advertido, acertadamente, que sino encontramos una nueva racionalidad estamos condenados a la extinción, aunque yo pienso que dicha condena no tiene necesariamente que estar reservada a la totalidad de humanidad, puede que sea la civilización occidental la única que tenga inapelablemente que desaparecer. Sea como fuere, y debido a que sería una tarea harto complicada (tal vez imposible) elaborar una nueva racionalidad desde nuestra propia racionalidad, estoy seguro de que sería de gran utilidad dejar que nos ayuden otras racionalidades ya existentes, que jamás provocaron ni provocarían la destrucción a nivel planetario que vivimos actualmente.

Por otras racionalidades me refiero a todas aquellas que han existido (y aún perduran en ciertos lugares) fuera de la civilización occidental de los últimos 600 años. Porque la civilización occidental moderna es un caso único en la historia.

En ninguna otra civilización se trató jamás de reducir la realidad del universo a la escala de la racionalidad humana, con el objetivo de someter el mundo a la manipulación y el control del hombre.

Ninguna otra racionalidad presenta este individualismo atroz, indisoluble, según Guénon, de la desconexión intuitiva con los principios fundamentales del universo, la unidad subyacente a todo jamás aprehensible por la racionalidad disociada de la intuición intelectual. El único precedente, explica Guénon, se dio en la civilización Grecolatina clásica, algunos de cuyos aspectos más perniciosos se retomaron precisamente en el Renacimiento, si bien los clásicos nunca llegaron ni remotamente tan lejos como los occidentales modernos en su carrera hacia la ignorancia absoluta. La mentalidad así forjada hace del investigador moderno un manipulador ciego, una máquina productora de entropía más.

Tal vez las racionalidades no occidentales, ajenas a nuestra cultura moderna, no sean adaptables a nuestras circunstancias y nuestro bagaje psíquico y cultural, pero pueden aportarnos mucho a la hora de elaborar la nuestra propia.

Y quizás lo más importante sea precisamente que nuestra nueva racionalidad nos permita recuperar la conexión con las habilidades cognoscitivas no racionales de la mente, que posibilitan una perspectiva de conjunto, un vislumbramiento de los principios fundamentales subyacentes a los fenómenos naturales.

De hecho, esto ya ha empezado a ocurrir. Como comentábamos, la ciencia holística del siglo XX se ha desarrollado gracias a la introducción de elementos provenientes de las ciencias tradicionales orientales que no han perdido esta conexión.

Fritjof Capra, como divulgador, es quizás el autor más representativo de este esfuerzo por llevar la sabiduría de Oriente a la Ciencia. Sabiduría que también existió en Occidente, pero que se perdió en algún momento de la historia.

Sin embargo, es aún mucho lo que las ciencias de Oriente pueden aportarnos. Pondremos por ejemplo el ayurveda, que además de ser una ciencia de valor incalculable en cuanto a sus aplicaciones a la salud, ya que ofrece tratamientos reales y efectivos a prácticamente todo lo que aquí consideramos crónico, incurable, o degenerativo, arroja, como sistema de conocimientos, luz para una comprensión profunda de los fenómenos naturales.

Esta conexión con los principios fundamentales del verdadero conocimiento es la que posibilita, a esta y otras ciencias tradicionales, generar aplicaciones orientadas de forma responsable a la armonía y al bienestar del ser humano, la sociedad, y la naturaleza en su conjunto.

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